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Hola, queridos lectores. Soy Marina, me gusta escribir y soy una persona, ante todo. Podéis encontrar parte de lo que escribo en este blog, además de otras muchas cosas como manualidades o curiosidades que siempre gusta saber. Espero que os guste. Si es así, dejad un comentario para que pueda saberlo. Si no, pues también.

jueves, 27 de octubre de 2011

Nomeolvides, relato corto de Halloween

Mi vida siempre había sido tranquila. Seguía una estricta rutina que incluía casi exclusivamente trabajar para sobrevivir; no podía permitirme más, dado el origen labriego de mi familia. Trabajaba en el campo desde que el sol me lo permitía hasta que me lo negaba, tal como lo hizo mi padre y mi abuelo antes que él. Algún día me casaría con una bella mujer, la amaría y formaría mi propia familia, igual que mis hermanos mayores habían hecho ya y como lo haría mi hermana menor algún día. Seguiría floreciendo la nomeolvides, rodeando nuestra casa, como desde que mi madre la plantó. Seguiría lloviendo, nevando, volando el viento las hojas. Seguiría el transcurso del tiempo. Pero yo no seguiría más, a partir de ese momento.
Realmente no recordaba cómo ocurrió. Un día desperté y me encontraba en medio del bosque, con un inmenso dolor de cabeza, desnudo y manchado de sangre. No recordaba nada.
La chica que había muerto lo recordaría siempre.
Todavía encuentro borrosa la verdad tras lo ocurrido, pero el hecho es que su cuerpo se hallaba en mi propiedad, y no había nadie más allí en ese momento. Aunque yo amanecí bastante alejado del lugar, estaba cubierto de su sangre. Al momento de marchar, con mi nuca cubierta de rojo y sin nada con que cubrirme, podría jurar que los árboles me observaban demandando una explicación, recriminándome.
Mi familia se enteró bastante después. Era octubre, la época en la que marchaban a comerciar a ciudades más lejanas debido al buen tiempo, y así, bañados por el tenue brillo del sol, conseguían nuevas semillas que cultivar en primavera. Todo por seguir subsistiendo. Y no sé cómo reaccionaron, porque yo ya no estaba ahí.
Recuerdo el momento en el que volví, eso sí. Como no sabía lo ocurrido, simplemente me orienté y regresé hasta la cabaña, para asearme y vestirme. Ya me había ocurrido otras veces, el despertarme en un lugar desconocido, aunque nunca en esa situación. De todas formas, había supuesto que la sangre era de un animal, aunque no tenía mucho sentido en realidad; yo no estaba herido ni sabía cazar como lo hacía mi hermano mayor.
Llegué por la parte trasera de la casa, que estaba rodeada por el espeso bosque. La parte frontal, en la que se encontraba la puerta principal, daba paso a nuestro extenso terreno de cultivo. No vi lo que me esperaba.
Fue cuando, estando medio vestido, escuché un grito procedente de la entrada de mi hogar. Creía haberlo reconocido como el de una chica que vivía cerca de la zona, con sus hermanas y su padre, y no me equivoqué. Salí, preguntándome qué lo había provocado.
Aunque no me esperaba eso, para nada.
Retrocedí asustado ante la imagen de su hermana menor, o debería decir su cuerpo, inerte y destrozado, sobre las flores que mi madre con tanto cariño había plantado. No comprendía por qué, pero una silente tristeza me inundó en ese momento. Nunca había conocido a la chica en demasía, aunque su naturaleza alegre y jovial me habían hecho creerla alguien con quien merecía la pena pasar el tiempo, ya que tenía sólo un par de años menos que yo.
La joven ante mí me observaba con la mirada desorbitada, las manos sobre su rostro. Quise decirle que parara, porque estaba arañándose las mejillas, pero casi ni pude abrir la boca antes de oír su grito acusador.
-¡La has matado!
Yo, desconcertado, no pude hacer más que fruncir el ceño, incapaz de comprender la totalidad de lo que me rodeaba.
-No es cierto. Ayer ni siquiera la vi.
Y era cierto. Al menos que yo recordara, que por cierto, no era mucho. Apenas podía atisbar la imagen de la fuente por la mañana, y de mis manos rodeando la tierra, bañadas por el sol anaranjado del crepúsculo. Aunque, por la noche…
Era cierto. Por la noche la muchacha había acudido a mi cabaña. La duda corrompió mi mente, y yo, pensando que realmente había cometido ese acto tan atroz, simplemente me dejé caer hasta el suelo, aferrándome con fuerza a la hierba que crecía imparable.
Miré de nuevo el cuerpo mutilado de la chica frente a mí, y cómo sus cabellos pelirrojos estaban esparcidos y empapados por la sangre, que ya ni siquiera manaba de su cuerpo. Esas hebras rojas, que tanto me habían hecho mirarla algunas veces. Y su cuello, que parecía tan frágil, estaba extrañamente descubierto. Yo recordaba haberlo visto cubierto -si no siempre, la mayoría de las veces- por un pañuelo de color verde, que hacía un juego muy hermoso con sus ojos.
Me vi incapaz de contener un sollozo al mismo tiempo que la chica se levantaba, aterrorizada como estaba, y se marchaba corriendo en dirección a su casa. Pensé inmediatamente en que volvería pronto con su padre, pero no pude evitar mirar durante unos instantes más la figura de la joven descansando sobre la nomeolvides, haciendo un curioso y de alguna forma bello contraste el tono azul pálido de las flores con el rojo brillante de la sangre.
Supe que, una vez vinieran a por mí, no tendría nada que alegar en mi defensa. Ni siquiera yo mismo estaba seguro de qué había hecho o qué no, y empezaba a pensar que realmente la había matado. Dejé que el instinto de supervivencia me dominara, y como un autómata, tomé todo lo necesario de mi hogar y lo guardé en un fardo que atesoraba desde mis doce años, momento en el que mi padre me lo regaló.
No miré atrás. No quise hacerlo, porque sabía que me arrepentiría de dejar mi casa desprotegida, con una joven esperando a que alguien la enterrara, y la cosecha marchitándose hasta la llegada de mi familia, seguramente un mes después. Pensé en lo que pensarían al ver todo su esfuerzo inutilizado, perdido por mi culpa, y estuve a punto de dar marcha atrás.
Ahora mismo me alegro de no haberlo hecho, porque de ser así ahora mismo probablemente estaría o bien muerto, o puede que recluido en una celda, sufriendo gracias a los remordimientos que me envolvieran.
Llevaba un día y medio de camino por el bosque, ocultando todo rastro de mi presencia, cuando por casualidad me topé con un hombre. Algo me decía que le conocía, pero todavía estaba muy lejos como para poder estar seguro. Estaba tranquilo, porque sabía que no era posible que supiera de mi crimen habiendo pasado tan poco tiempo y viajando en esa dirección. Aun así, avancé con cautela, evitando que me viera, hasta que estuve lo suficientemente cerca como para ver algo.
Ese hombre llevaba mis ropas, las que había estado utilizando aquel día. Apresuré mi paso, una idea había empezado a formarse en mi mente. Entonces, cuando me encontraba a unos diez metros de él, pude verlo.
Llevaba, atado en el brazo, su pañuelo verde. El mismo que debería estar con ella ahora mismo, mientras ayudaba a sus hermanas en su casa, junto a su padre. No en su brazo.
Até cabos inmediatamente, y una furia anormal se adueñó de mí. Nada pudo contenerme cuando me abalancé corriendo hacia él, cogiendo apenas una de las ramas que había al borde del camino, para atizarle con todas mis fuerzas en la nuca. Él apenas había notado mi presencia antes de caer, pero yo ya me encontraba sobre él, intentando buscar algo que realmente pudiera hacerle daño.
Vi una roca de un tamaño aproximado al de un pequeño melón, y no dudé ni un segundo. Lo cogí y, poniendo toda mi alma en ese golpe, lo dejé caer fuertemente sobre su cabeza. Una, y otra, y otra vez.
Sentí que no se movía y, con la respiración agitada, me levanté y observé mi obra. Realmente era incapaz de reconocer ese rostro, pero sabía quién era, aunque no pudiera recordarlo.
Toqué suavemente mi nuca, en el punto justo en el que me dolía cuando desperté después de esa fatídica noche. Sí, había una herida. Igual a la que a él le había provocado. Confirmé lo que ya sabía al rebuscar en sus bolsillos y ver algunas de las joyas de mi madre y el brazalete de la joven, que había estado esa noche conmigo. Un pequeño rayo de luz iluminó lo que creía recordar, haciéndome ver que yo estaba con ella cuando él había llegado para robar a mi hogar. A esa hora, yo debería de haber estado dormido, pero su visita retrasó este hecho y nos encontró despiertos.
Las imágenes me hicieron recordar que había entrado repentinamente en casa, y ella, que estaba de espaldas al exterior, fue la primera en caer. Pude ver cómo golpeaba su cráneo con un garrote, y caía desplomada al suelo. Rápidamente y sin pensarlo, el primer impulso que me dominó fue el de huir y pedir ayuda, pero él no me lo dejó nada fácil. Me acorraló en el bosque y, con un empujón, me derribó. Pensó que me había matado cuando quedé inconsciente al golpearme en la nuca durante la caída.
Las lágrimas surcaban mi rostro, sucio después de la travesía de casi dos días camino hacia el olvido que había emprendido. Un inmenso alivio recorría cada fibra de mi ser, sintiendo que el miedo y la incertidumbre desaparecían casi repentinamente. No podía volver, porque no había nada que lo mostrara, pero lo más importante de todo era que yo no había sido el culpable.
Yo no la había matado.
Decidme qué pensáis, si creéis que puedo cambiar algo o si se me ha pasado alguna incorrección. Agradezco que hayáis leído este relato, el segundo que escribo de miedo. Aunque no creo realmente que dé miedo...

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